Por Fabián Soberón
Mansilla conversa con Proust. Están sentados en un café de París. Marcel estira su mano y saca una moneda plana, inmarcesible. El argentino lo mira, sigue cada uno de los gestos y habla en un francés que todos envidian. Cita una conversación en el club de los jueves y recuerda una anécdota al borde del río Paraná. Mansilla dialoga con Proust. Están sentados uno frente al otro. Y los dos saben que ocuparán un lugar en la memoria de los otros.
Sobre la cama, Lucio Mansilla recuerda el encuentro con Proust. Está, ahora, sentado al lado de la pequeña ventana de un barco que lo lleva, por enésima vez, desde Argentina a Europa. Es el último viaje y no lo sabe pero ya ha decidido que dejará la política en las cenizas del olvido.
En su memoria brillan los años y los amores de París. Suenan, pletóricos, los dorados anaqueles de las bibliotecas y el barro rojo del río Paraná.
Ahora está solo. El color imborrable del agua se cuela por la ventana. Y Lucio siente que su vida está cerca del fin. Recuerda, tal vez como ecos difusos de una marcha infinita, el tono de conversación del general Juan Manuel de Rosas. El país es otro y su tío es el viejo farmer entregado a la nieve de Inglaterra. Detrás están los años entre los ranqueles y la invasión temible y los paseos interminables al polvo del campo.
Antes de bajar del barco, Mansilla piensa que no ha logrado trascender entre los políticos. Y eso le duele. Siente el acero en los pulmones. Y no sabe que los nuevos siglos le darán otro goce, menos público y menos artero. Proust ha tomado el tono íntimo y conversacional de sus escritos y esa herencia lo salva de la máquina mezquina del olvido.